Ejercicio - 57


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Si la música pudiera ser representada en letras, mis escritos serían sus más suaves metáforas.

Sin educación musical. Sin contexto favorable para un niño que ha nacido con una garganta delicada.

El doctor dijo miles de indicaciones para que el niño viviera…

Pero la que más le duele a ese niño… es que no podrá probar helado hasta los diez años.

Y lo recuerda. Muy bien.

Fue un sentimiento de  horror.

Corrían como campeones olímpicos todos los días de mis vacaciones. Y no podía salir. No había niños para él, amigos con quienes pudiera jugar canicas en un asfalto negro y despoblado.

El señor de la casa se había marchado y dejo la puerta abierta de su cuarto.

Madre mía, déjole entrar en dicho cuarto mientras ella lo barría y dejaba con olor a Pinol.

Cuarto de zona roja, todo aquello que tocara, él… él se daría cuenta.

Pero… siempre hay un pero.

Pero el estéreo: no.

Como hábil ninja sacó de su bolsa un casete que su hermana había robado de aquel señor para él.

Y las bocinas, que estratégicamente estaban, hicieron notar a todo aquel habitante que aquel Don de panza prominente y barba negra se había marchado.

Eso es todo.

Lo demás, era sentarse y jugar con un Spiderman o aquel curioso carrito hotdog.

Y sí, como era costumbre, salir y mirar la calle: todos los niños jugando, mientras él los veía, recordando como un sueño amigos de años atrás. La escuela le brindaba mejores amistades, aunque fuera la de los más gandallas, que poco a poco se hacían sus cómplices.

La rutina era clara. A las cuatro de la tarde, sin dudarlo, mientras el sol se llenaba de nubes, mientras el viento despertaba; pasaba una camioneta Nissan azul de capota blanca, con un altavoz en el que se escuchaban dos melodías, las más famosas de Bent Fabric.

Las más famosas y más heladas que recuerda.

Sonriente miró cómo los niños le compraban helados y nieves. Recargado en su mano izquierda sin perder de vista los barriles imaginaba su sabor.
Pero no le preocupaba, nunca los había probado: así que nunca podría, en ese entonces, decir que extrañaba su sabor. Sólo miraba el descanso de aquellos vecinos, que dejaban su hostilidad y que en ese día brindaron hasta una sonrisa a su hermana que llegaba de su trabajo.

-¿Quieres uno? Dijo su hermana con una sonrisa tenebrosa.

No. Moviendo la cabeza, despreocupado y acostumbrado a la rutina contestó.

Pero ella siempre lo supo.

Entró a la casa y a los tres minutos regresó con su madre. Madre que se acercó a la camioneta aún llena de niños golosos o indecisos, y extendiéndome su mano, le llamó.

No hubo una premonición.

Nunca un aviso.

Sólo fue y ya.

Fue como un beso robado, helado y frio que tentaba a su garganta y le proporcionaba una nueva adicción.

Jamás imaginó que ese día sería un día especial.

Sólo fue y ya.

No sintió alegría después, al tener ya su primer helado de limón.

Tampoco se emocionó al verse como todos sus vecinitos.

¿Qué hacía con la nieve? Ahora que regresaba, se sentía noqueado. Cualquier cosa que hiciera después era válida, ¿pero cuál era la correcta y cuál era la mejor?

Como Robocop sin caso, caminaba: lento y con los ojos muy abiertos. Dio la nieve a su hermana.

Ella lo probó.

Guió su brazo a su madre.
Su madre sonriendo lo mordió.

Y se marcharon dejándole con eso que comenzaba a escurrir.

Sus ojos cerrados, con su mano izquierda empuñando la nada y el brazo derecho sosteniendo aquello helado y temblando, los labios cerrados y acercándose a la nieve poco a poco.

¡Tin! Encendió marcha la camioneta Nissan. Y el himno heladero volvió a sonar locamente en el eco bamboleado por el viento de agosto.

Los ojos se abrieron brutalmente. Sin apartar mi lengua de la nieve. Miraba cómo la calle se alargaba, tanto que la camioneta se perdía a la vez que sus vecinos  comenzaban a jugar nuevamente, refrescados por el viento que asemejaba una caricia materna.

Probó el helado.

Y el día siguió su rumbo.

Sabía, que mañana quizá no lo volvería a probar.

Que su madre le diría alguna objeción, que mañana su hermana no prepararía tal cuartada.

Que quizá mañana el señor se enojaría tanto que tendrían que volver a cambiarse de casa.

Que mientras tenga esa nieve de limón en su mano y boca…

No debía preocuparse hasta que terminara el último trozo de aquel conito averdosado.

FIN

Abraham Arreola


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