Ejercicio - 16


En la última gota de mis iris se va la anécdota del día.

Son casi las diez de la noche. La puerta del 235 de la Calle Rocío se abre lentamente; se oye futbol y novela al mismo tiempo. Unos tenis huelen el cemento de la acera y guían a un pequeño infante al asfalto.

Un día anterior un vagabundo se había unido a su partido de fútbol y les había ponchado el balón cuando todos se burlaron por su ridicula caida.

Ahora, estaba listo para hacer pagar a ese que siempre pasa en punto de las once treinta y siete.


En punto... de las diez.

Sale y se sienta a esperar a fuera de su banqueta, pues sabe que adentro es otro mundo en donde él no importa.

Diez y diez.

Aparece Xhike, el de los pelos parados con moco de gorila; sus manos abiertas como primate empujan a las señoras que vienen del pan... pero que lo ignoran.

Diez y once.

El se levanta y lo sigue.

Diez y treinta.

La avenida es un cementerio de neumaticos. Enmarcado por árboles en ambas aceras, Xhike entra a la última miscelánea, misma que atiende una viejecita ya muy tiesa y arrugada pero de rostro amigable, quien apenas puede ver entre tan poca luz de aquel foco grasoso; su hijo de cuarenta años esta en la entrada y le pide un refresco, la camiseta le hace ver más gordo pero él cree que es más rudo con ella. La viejecita acepta el cambio sin dudar, sin ver, pues sabe que en sus manos tiene el dinero equivalente al refresco que Xhike tomó, no más... no menos.

Dios te bendiga, augura la viejecita a alguien detrás del mostrador.

Y sale Marcos, se persigna Marcos y saluda con un cabeceo y el choque de las manos a los otros dos. Marcos.

Y son las Once en punto.

A punto de llegar al límite de la colonia, justo en la entrada del baldío maldito, una lámina cae sobre un auto y crea una cueva que tintinea la luz clave.

Ya llegamos. Dice Xhike.

Marcos no pierde el ritmo.

Él no sabe que hacer.

Once y veinte.

Llega el último, Yugo se hace llamar, acompañado del Chapis. El más rudo y el más tonto: son hermanos.

Yugo enseña a los siete que ahi se encuentran los dos cuchillos que tomo de su cocina y los reparte a los novatos. Xhike, Marcos y él usan navaja. A Chapis le tocó cuchara.

Once y media.

Yugo toma su arma, no tiene balas pero sabe que mata tan sólo con un buen golpe. Además traé su fiel pica hielos: se dice ser el amo de la conversación violenta "rompe el hielo de los maricones y los hace hablar sangre".

Pasa el vagabundo corriendo.

Salen los niños tras él.

Una camioneta les gana al vago.

Los niños se detienen, en esas situaciones sólo saben mirar.

De la camioneta se bajan cuatro hombres languídos.

El vagabundo regresa con dos amigos que venian ya por él.

Tres disparos. Y los flacos se rien.

"Cabrón" Exclama uno, extendiendo la frase hasta que se hunde en su silencio.

Los cuatro flacos voltean a su camioneta, pero uno se regresa y busca en el suelo. Toma el casquillo.

Tres se suben y el cuarto, el mismo que disparó: le entrega el pedazo tibio a él.

Doce de la noche.

Policias acordonan clásicamente el lugar.

-No les van a hacer nada... Dice Marco.

Doce y once.

Yugo es el primero en irse, y con él... la seguridad de estar dominando la calle se escurren entre el pasto silvestre que yace bajo los árboles secos.

Una de la mañana.

Regresa a su casa con un regalo o lección. Qué sabe él.

Abre la puerta y mira el casquillo... no lo quiere: lo avienta.

Una y dos.

La lluvia desciende, engrandece hasta el más pequeño reflejo de luz: frente a su casa, un casquillo se mueve por la corriente...

O dos...

Quizá más.

Qué se yo.


FIN


Abraham Arreola

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